Seguramente, el origen y la recuperación de esta pasión ha sido el recuerdo imborrable del tópico que asegura que en la obra de Shakespeare está clasificado por arquetipos todo el comportamiento humano. Sé que la lectura pormenorizada me llevará a plantearme las eternas contradicciones: mi educación sentimental -mal que les pese a los que dirigieron la oficial- está basada en los ideales de la Revolución Francesa. Me considero absolutamente racionalista, políticamente progresista y desprecio los residuos -tan arraigados- de pensamiento mítico en nuestros despistados días.

William Shakespeare era un hombre del Renacimiento. De vasta cultura, casi ninguna de sus obras tiene un argumento original, sino que resultan ser elaboraciones de textos anteriores, muchos de ellos de la antigüedad clásica. Se le ha llamado filósofo, psicólogo, historiador, bromista, mitólogo, plagiario, comediante… Fue dramaturgo, poeta y actor.

Aparecen continuas reflexiones que, a los ojos de un lector contemporáneo, pueden calificarse sin género de dudas como retrógradas, machistas y racistas. Pero su modo de reflexionar acaba tumbando todo prejuicio porque consigue llegar al tuétano de la condición humana. Sus mujeres sometidas, sus judíos y negros vilipendiados, sus bufones de clase popular, sus villanos, todos tienen textos en los que expresan su autodefensa, aunque en el conjunto de la obra sean maltratados por la trama.

Shakespeare, o quienes quiera que fuesen el autor o autores del conjunto de obras que nos han llegado con ese nombre, es uno de los pilares de la mitología humanista. Con esto quiero decir que una de mis microrreligiones, la mitomanía, incluye la creencia de que sí hay genios, espejos en los que mirarse: músicos como Bob Dylan, que basa su incombustibilidad en el descreimiento y lleva décadas generando una obra gigantesca; pintores como Francisco de Goya, captando sin descanso el reverso de la especie; o cineastas como Orson Welles, que demostraba con cada una de sus obras que la honradez artística puede ir pareja con el desequilibrio vital.

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